Por Manuel Vázquez Portal
Ariel Sigler Amaya es de los que pelean hasta el último round. A los once años aprendió a ser campeón. Sabe que la victoria duele pero sin soñar con ella no vale la pena presentarse. Infancia pobre y campesina hacen de la voluntad una fragua y en ella se forja la reciedumbre del carácter. Eso es Ariel Sigler Amaya: una voluntad vencedora.
Hace siete años lo tienen contra las cuerdas. Le pegan sin piedad. Golpes bajos. El árbitro está en su contra y el público amordazado no puede protestar.
Su esquina se ha convertido en una silla de ruedas, y ya es una osamenta que resiste los embates del impío contrincante. Su entrenadora acaba de morir -el más duro de todos los uppercut- y su equipo, aunque no deja de asistirlo y alentarlo no cuenta con la logística necesaria...
Juan Francisco protesta cada mala decisión de los jueces, Miguel denuncia las arbitrariedades en cuanta tribuna halla, Guido no puede más que indignarse y morder con rabia los barrotes que no le permiten entrar a la pelea junto con su hermano.
Aquel martes 18 de marzo del 2003 cuando, por la fuerza lo subieron al ring, Ariel Sigler Amaya era un hombre sano y fuerte. La semana pasada cuando asistió al obituario de su madre –cuentan los que lo vieron- no parecía ni la sombra del hombre que el 4 de abril de 2003 fuera condenado a 20 años de prisión por aspirar a una lidia limpia, respetuosa y apegada a las leyes.
Pero no han logrado vencerlo. Es de rodillas resistentes y mandíbula recia. Sólo un knock out fulminante no le permitiría incorporarse y seguir en la lucha. Ariel Sigler Amaya es de los que pelea hasta el último round, hasta el último aliento, como le enseñó su entrenadora Gloria Amaya.
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